¿Alguna vez has intentado contar la cantidad de veces que has mentido a lo largo de tu vida? Por más que quieras llegar al número exacto resulta casi imposible, pues es infinita la cifra de momentos en los cuales hemos evadido la verdad bien sea por miedo, inseguridad o incluso por costumbre.
De niños nuestros padres intentan alejarnos de esta realidad pronunciando frases como “decir mentiras es malo” o “a los niños mentirosos les crece la nariz como a pinocho” y por cierto tiempo les creemos pero cuando despertamos del cuento de hadas, se agota la inocencia y nos damos cuenta de que Santa Claus es un mito creado por ellos mismos, pensamos que quizás no sea tan malo mentir, ya que, aquellos que nos lo prohibían lo hacían sin ningún remordimiento.
Sin notarlo mentir se convierte en algo natural como respirar, parte de nuestra rutina como cepillar nuestros dientes o ducharnos y, en el peor de los casos, puede llegar a ser una adicción tan poderosa como la nicotina, cafeína, entre otras. “Se es inocente hasta que se demuestre lo contrario” parece ser el lema aplicado por las masas a la hora de enfrentar un problema porque aunque te agarren con las manos en la mesa siempre optarás por el beneficio de la duda respondiendo con un simple “yo no fui”, en vez de encarar las barreras que se nos presentan preferimos esquivarlas y arrojar a alguien mas a nuestra posición en el proceso; hasta que un día despertamos y al vernos al espejo notamos que todo lo que somos es una mentira barata, que hemos llegado hasta donde estamos negando aquello de lo que fuimos culpables y a veces tomando crédito por logros que nunca nos pertenecieron.
Aún no consigo entender el motivo que nos mantiene mintiendo, como fugitivos huyendo de todo lo verdadero o cierto, si conocemos que tarde o temprano, de alguna manera u otra, la verdad sale a relucir y nuestras mentiras nos alcanzan dejando en descubierto que la mayor parte de lo que somos, a veces hasta nuestro nombre, es un perfectamente elaborado invento.